Cuando una persona acude a su líder espiritual en busca de ayuda, lo hace con la esperanza de encontrar guía, consuelo y dirección. Sin embargo, en muchos casos, en lugar de recibir apoyo genuino, se le señala como la causa de su propio sufrimiento. Se le dice que su problema radica en su pecado, su falta de fe o su rebeldía contra Dios. Esta práctica de espiritualizarlo todo sin atender las dimensiones físicas, emocionales y relacionales del ser humano ha llevado a muchos creyentes a una crisis aún mayor.
El abuso disfrazado de autoridad espiritual
Muchos pastores, por su posición de liderazgo, asumen que su visión y consejo son incuestionables. En sus comunidades, se espera que los miembros acepten su palabra sin objeciones, sin preguntas y sin posibilidad de diálogo. Cuestionar al pastor es visto como una prueba de que el creyente está en una mala condición espiritual. Se convierte en un ciclo dañino: si la persona no mejora, se le culpa por no obedecer lo suficiente o por no tener la actitud correcta. Así es como cientos de víctimas de abuso espiritual han sido manipuladas y silenciadas.
En lugar de encontrar en la iglesia un refugio de amor y restauración, muchos han recibido el “tiro de gracia” en su fe. Han sido señalados, juzgados y desechados en el momento en que más necesitaban apoyo. En lugar de ser tratados con la compasión y la ternura que caracterizó a Jesús, se les impuso una carga aún más pesada. En vez de ayudar, se fijaron en “su pecado”, creando en ellos nuevas heridas emocionales y espirituales.
Jesús: un modelo de compasión y restauración
Cuando Jesús encontró a la mujer samaritana en el pozo (Juan 4), no la condenó por su pasado. En cambio, la llevó a reconocer su necesidad de agua viva. Con la mujer sorprendida en adulterio (Juan 8), tampoco la destruyó con juicios despiadados, sino que la liberó de la condena y le dio una nueva oportunidad. Jesús atendía a las personas en todas sus dimensiones: física, emocional y relacional. No se limitaba a una respuesta espiritual simplista, sino que veía a cada individuo con compasión y le ofrecía sanidad integral.
El ministerio de Cristo nunca se basó en manipular ni en ejercer control sobre los vulnerables. Su llamado siempre fue a la libertad y a la restauración. La iglesia debe imitar este modelo y reconocer que los problemas de las personas no siempre son resultado de “falta de fe” o “pecado oculto”. A veces, lo que necesitan es ayuda práctica, un espacio seguro para sanar y el amor incondicional de una comunidad que refleje a Cristo.
Hacia una iglesia más sana y restauradora
Si queremos ser una iglesia que realmente ayuda a los heridos, debemos abandonar la práctica de espiritualizarlo todo y empezar a abordar las necesidades reales de las personas. Debemos permitir el diálogo, el cuestionamiento y la búsqueda sincera de respuestas sin temor a represalias. Necesitamos líderes con humildad, dispuestos a escuchar y a guiar con amor en lugar de imponer con autoritarismo.
El verdadero liderazgo espiritual no se mide por el control que ejerce sobre los demás, sino por la capacidad de reflejar a Cristo en su compasión, justicia y verdad. La iglesia tiene la responsabilidad de ser un refugio y no un tribunal. Si alguien llega en busca de ayuda, no lo condenemos ni lo invalidemos. Al contrario, seamos el instrumento de gracia que los acerque a la sanidad y la libertad que Jesús ofrece.